domingo, 26 de agosto de 2012

Triste realidad

Es normal que nos  esforcemos en obtener éxitos laborales y logros materiales, pero al hacerlo, es muy importante no olvidar que somos seres perecederos y que nuestra permanencia en este mundo es un lapso de tiempo relativamente corto. Digamos 80, o quizás 100 años, en raros casos.

Sin embargo, cuando se pasamos de los 50 y miramos hacia atrás, nos damos cuenta que 10 años no son nada, y si nos concientizamos que la vida consta, como máximo, tan solo de diez de estos cortos períodos, nos percatamos de la brevedad de la existencia.

¿Qué es lo que deseamos acumular a lo largo de la vida? dinero, coches, casas, yates y joyas, ¿Y al final qué?

Cuando hemos perdido la salud y llegamos al final de la existencia, ¿qué nos llevamos? ¡Nada! Si nada hemos compartido, si nada hemos hecho por nuestros semejantes, sentiremos un gran vacío, sentiremos que nuestra existencia fue inútil, sentiremos que no hemos vivido.

Qué triste debe ser, saber que estamos a un paso del final y no hemos hecho nada por nadie. Qué triste se debe sentir saber que pudimos hacer algo y no lo hicimos. Y ahora, a las puertas del sepulcro, aunque queramos, ya no podemos.

No es necesario desprendernos de nuestras posesiones para hacer el bien, pero sí compartir de acuerdo a nuestras posibilidades. Si no es con dinero, podemos hacerlo donando un poco de nuestro tiempo.

Si buscamos la felicidad a través de las riquezas y no la conseguimos, pensemos y reflexionemos.

En una magistral obra literaria del escritor Goethe titulada Fausto, el protagonista del mismo nombre, se sentía  desesperado y triste por no encontrarle sentido a la vida a pesar de sus riquezas. En un acto de locura, le ofreció su alma al mismísimo Satanás a cambio de un instante que le hiciera exclamar: "Desearía prolongar este momento tan feliz por una eternidad"

Fausto lo tuvo todo: riquezas, poder político, el amor de bellísimas mujeres. ¡Todo! excepto la felicidad.

Ya en el ocaso de su existencia, decidió ayudar a los demás para que pudieran vivir mejor. Al fin logró decir: "Me siento tan feliz que quisiera prolongar mi existencia eternamente".

Nadie puede ser feliz en medio de la más absoluta pobreza, cuando no se tiene ni siquiera lo indispensable, pero quienes viven de manera decorosa y sin angustias económicas, deben compartir un poco con los menos favorecidos para encontrar la paz, esa paz que nos da la felicidad.

Recuerdo una anécdota contada por un conocido, que fue a una importante ciudad suramericana y, saliendo de un lujoso restaurante, se le acercó un niño sucio y harapiento que le pidió una limosna para calmar su hambre y la de sus hermanita.

-¿Tienes hambre? -preguntó este conocido, que nunca llegará a ser mi amigo, al pequeño.
-Sí, señor, tenemos mucha hambre-.Respondió el niñito tomando a su hermanita de unos 4 años de la mano.
-¡Pues trabaje!-.Le gritó a la criatura, tratando de impresionar a la dama que le acompañaba.
El niño se alejó temblando y horrorizado sin comprender el porqué de la crueldad de ese hombre, sus lágrimas caían dejando dos caminos sobre sus mejillas sucias, mientras su hermanita lo miraba sin poder comprender lo ocurrido.
Este hombre cuenta esta anécdota cuando se reúne con sus amigos, como si se tratara de una hazaña.

Aunque parezca increíble, se logra mayor satisfacción y alegría  dando que recibiendo. Cuando se ayuda a alguien que lo necesita sin publicarlo, se experimenta una sensación de íntima felicidad tan grata, que no se puede describir.

Un industrial muy acaudalado dijo en cierta ocasión que lo que a él más le atormentaba era pensar en que su fin se acercaba y que a pesar de ser un hombre acaudalado, sus millones no podría comprar ni un solo minuto más de vida. Ni un segundo.

El dueño de la cadena de comidas rápidas Kentucky Fried Chicken fue más allá cuando dijo: "Desde el cementerio no se pueden hacer negocios".

En verdad, lo único que se puede uno llevar son los momentos felices que vivimos acatando lo que la conciencia nos dicta. Sólo esto justifica nuestro paso por la vida.

El creyente sabe que a la hora del juicio, las riquezas materiales no cuentan, sólo las buenas obras. Y el no creyente sabe que por lo menos será recordado por ellas.

Don Ramón de Campoamor dijo: "Si quieres llegar al cielo, tienes que subir bajando, hasta llegar al que sufre y darle al pobre la mano".

La justicia y las buenas obras deben comenzar ayudando a la niñez desamparada. No sólo dándoles un pedazo de pan, sino educándolos para que en el futuro sean personas de bien y productivas. Estos niños no son responsables de la irresponsabilidad de sus padres y no es justo que paguen por un pecado que no han cometido.

Como personas de bien, es nuestra responsabilidad y deber moral, por lo menos tratar de ayudar a mitigar el dolor de los niños desamparados y también a los ancianos, quienes muchas veces son  cruelmente rechazados por la sociedad.



José M. Burgos S.


4 comentarios:

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