La pérdida de un ser querido es una de las experiencias más dolorosas y traumatizantes que nos toca afrontar durante nuestro breve paso por la vida.
Aunque al nacer firmamos un pacto con la muerte, casi nunca estamos preparados para aceptar esta dolorosa realidad.
Sólo el tiempo podrá cerrar las terribles heridas del espíritu, pero las cicatrices quedarán marcadas para siempre.
La aceptación es parte del proceso de cicatrización espiritual, pero, indudablemente, nuestras vidas, de una u otra forma, cambiarán. Quizás perdamos parte de la alegría, porque la persona con quien la compartíamos se marchó para siempre hacia lo desconocido.
Durante el comienzo de este proceso, es probable que experimentemos profundos sentimientos de tristeza que pueden terminar en copioso llanto.
Después del fallecimiento de un ser querido, es posible que sintamos un gran sentimiento de culpa, bien sea porque no le ofrecimos lo que ahora pensamos que merecía o porque no le demostramos nuestro amor.
La verdad es que por una u otra causa, la culpa se apodera de nosotros y la impotencia nos llena de angustia.
Cuando se ha convivido por mucho tiempo con un ser querido, éste se convierte en una especie de apéndice de nuestra alma y al morir, se lleva pedazos de nuestra vida.
Hay ocasiones en que los lazos afectivos son tan fuertes, que hay personas que aseguran sentir la presencia de quien se marchó y hasta escuchar su voz.
A veces, quien ha perdido a un ser querido se aísla y quiere permanecer siempre solo, evocando recuerdos que jamás podrán volver a ser vividos.
Es bueno meditar de vez en cuando que la muerte es el final de un ciclo, para que cuando ésta llegue, no nos tome del todo por sorpresa.
José M. Burgos S.
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