La sociedad siempre ha permitido quitar la vida a personas que han cometido delitos graves como método de castigo, pero no, como actos de piedad.
Es normal sacrificar a un caballo que se fractura una pata, pegándole un tiro para que cese el sufrimiento, mientras que a un ser humano que se retuerce de dolor ya en un estado terminal, le prolongan cruelmente su agonía a través de sistemas artificiales.
Sólo aquel que se encuentra postrado en un lecho del que ya jamás podrá levantarse a ver la luz de un nuevo amanecer y sus familiares, deberían tener la autoridad de decidir la solución final al tormento brutal de su existencia.
Se permite matar a un ser humano adulto por haber cometido un crimen y hasta al bebé que no ha nacido, cometiendo el crimen de abortarlo, pero no se acepta a aquel que se halla confinado en una cama, atormentado y sin esperanza alguna de recuperación, pueda terminar sus días con dignidad y la sociedad lo condena a coinvertirse en un cadáver que respira, ante el dolor inmenso y la impotencia de sus seres queridos.
¿Qué objeto tiene prolongarle la existencia a una persona que es presa de los más espantosos dolores? ¿para qué alargarle su terrible agonía, si los médicos pueden evitarsela expidiéndole un pasaporte al sueño eterno, a través de la eutanasia? Por supuesto, no asistidola a que muera por medio de una inyección letal, sino desconectándola de los aparatos que la encadenan artificialmente al tormento de la vida.
No se debe terminar con la existencia de alguien que se lo impiden sus creencias religiosas, pero, ¿quien lo pide a gritos? ¿hasta dónde es ético prolongar el tormento del enfermo condenándola a una muerte lenta y dolorosa causada por un mal incurable? ¿quién tiene al final de cuentas, el poder de decisión? ¿los legisladores, las autoridades eclesiásticas, o el afectado y su familia?
José M. burgos S.
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